El sueño ocurría en una ciudad, en la que las buenas personas decidieron vestirse de una manera muy reconocible para diferenciarse de las malas personas.
Mientras contaba el sueño fui notando como mis hijos, sobre todo mi hijo mayor, intentaba adaptarse a la idea, porque yo les había dicho que era una idea muy buena, la que había visto en el sueño. En un momento mi hijo mayor me preguntó qué pasaría si una mala persona se vistiera con el traje de las buenas personas.
La pregunta es tan obvia que duele, sin embargo esta pregunta parece no tener lugar en todas esas actitudes morales, que se ponen de manifiesto externamente, que funcionan como las vestimentas del sueño, y que sirven para demostrar que estás del lado de las buenas personas. Esto, en sí mismo, puede parecer una tontería, sin embargo aquí está uno de los mecanismos más perversos de la sociedad, en este vestido de buena persona, que, por supuesto, no requiere de ningún tipo de contraste respecto a la realidad, y que sólo se justifica señalando las propias vestimentas. Así por lo tanto se puede ir vestido de buena persona y serlo, o ser todo lo contrario, sin que haya ningún problema.
Esto puede convertirse en un espacio de terror para el que no quiera jugar a este juego, o para el que se de cuenta de que hay personas, vestidas de buenas personas que son lo contrario, y sobre todo, genera una confianza falsa respecto a las personas vestidas de buenas personas, que, justamente por eso, se creen con el permiso de no serlo sin consecuencias.
Estas vestimentas atrapan el alma de quién señalando a los demás vive atrapado en su propio vestido de buena persona.
Así esto aparece en lo más pequeño y en lo más grande, y siempre estará en contra de la intimidad, que es el espacio en el que habita la bondad, la belleza y el talento, que es el espacio conquistado del que se enfrenta al dolor de sí, de quién no quiere ejercer poder sobre los demás y sí sobre su propio gobierno de sí.